Necesitamos una nueva institución cultural: el modelo que hemos heredado de la transición, unido al boom museístico derivado del éxito Guggenheim y a una burbuja inmobiliaria que nos ha hundido en la crisis, no responde a las necesidades ni derechos actuales de los ciudadanos ni de los trabajadores de la cultura. Los excesivos gastos que se han realizado en contenedores vacíos de programa y desconectados de lo social, han ido alimentando un profundo rechazo por la creación contemporánea, a la que su excesiva conceptualidad en muchos casos no ayuda (necesitamos mucha pedagogía para hacer entender que Picasso ya no nos es contemporáneo y que responde a un mito masculino idealizado, por ejemplo).
Conviene recordar que la lucha por la toma de conciencia del espacio que habita el arte y al cambio institucional se viene gestando desde los años 60 deonde un arte conceptual arremetió duramente contra un cubo blanco supuestamente autónomo. Dicho arte no llegó a conectar con el público al que se dirigía y fracasó en su intento de huir de la mercantilización. Sin embargo, la misma tarea ha sido retomada en diversas ocasiones por otros movimientos, que han incluido a otros agentes artísticos. Así, el comisariado ha sido planteado como un reto disruptivo contra Academia y rigidez institucional, del mismo modo que los departamentos de eduación han ido tomando mayor importancia en estos espacios, constituyéndose como verdaderos vehículos del conocimiento cultural y alejándose de modelos paternalistas y hegemónicos. Estos diferentes virus que han ido poniendo en jaque a la institución desbordándola no han llegado a contaminarla en la mayoría de los casos, si bien han supuesto pequeñas utopías.
Le toca el turno pues a la propia institución, toca mutar y convertir esta crisálida en mariposa. La hija del museo que fuera la fábrica de creación puede ser una vía de trabajo, si bien en muchos casos se ha convertido en un instrumento más del capital para el que la cultura no se entiende sin beneficio económico y que por tanto se ha aliado con los engañosos discursos de innovación y emprendizaje que ya hemos visto que tampoco funcionan.
Tornar los espacios de exhibición en espacios de producción es ya un paso importante en que varían los tiempos, se impone el proceso y se acompaña al artista al que se ofrece una simple infraesturctura y medios. Sin embargo, la opacidad y la unidireccionalidad pueden continuar reinando en ellos.
Por ello, parece imprescindible notar que no es sólo la institución la que debe mutar, sino toda la ciudadanía con ella, instituyendo un intercambio mucho más participativo desde la corresponsabilidad. Para ello no sólo es precisa una absoluta transparencia, sino conformar un modelo de participación directa para así responder a la demanda ciudadana. Esto puede lograrse con mecanismos participativos como consejos o asambleas, con publicación de documentación, con adopción de la cultura libre y los feminismos, con mediación cultural, etc. que aseguren de manera rotunda una absoluta accesibilidad que no sólo será física, ni sólo artística sino también social y que será de ida y vuelta.
La institución que se ha constituido como baluarte -de la alta cultura, del elitismo y de la Academia- debe hacerse permeable y aprender de otros sistemas de organización mucho más transgresores y que atienden a las minorías como los Centros Sociales. Y esto no significa que se esté bajando ningún escalón como muchos temen, sino que se está abriendo la puerta (todo ello si quien tiene que abrirla tiene sus derechos laborales intactos y es remunerado con dignidad). De hecho la institución cultural debe también actuar fuera de sus propios muros y distribuir su acción allá donde se la necesite como impulsora de alianzas estéticas siempre desde el conflicto. Porque un museo es un espacio de debate y negociación -un gimnasio-, no un mero nodo turístico gobernado por los focos -casino-. Posiblemente lograremos menos titulares, pero la comunidad formada en torno a la institución será permanente y constiturá el público activo que cualquier domocracia que se precie desearía.
Marta Álvarez es crítica y mediadora cultural. Graduada en Filosofía y con un master en Historia del Arte, está interesada en la French Theory y en la tercera ola del feminismo, la crítica institucional, la cultura libre y la producción local desde la periferia. Ha desarrollado trabajos de comisariado y ha diseñado proyectos culturales; además ha coordinado y formado parte de proyectos colaborativos y digitales. Actualmente trabaja como Productora Cultural Freelance, imparte talleres y charlas y participa en la diseminación de la cultura contemporánea desde un punto de vista crítico. Colabora en publicaciones especializadas como PAC, Input, NYR Magazine o Nex Valladolid.
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